En la difícil tarea de buscar una vivienda el interesado carece, en la mayoría de las ocasiones, de la información necesaria para que la operación se ejecute de manera satisfactoria. Se crea así la necesidad de contratar un profesional que asesore al consumidor antes de comprar, vender, alquilar o ceder un bien inmueble.
Con este fin nace en 1948 la figura del agente de la propiedad inmobiliaria (API), que desde 1969 y a través de superar una oposición pública obtiene una titulación oficial expedida por el Ministerio de Fomento.
Un API puede crear su propio negocio, abriendo, por ejemplo una inmobiliaria. Sin embargo, en este punto, conviene distinguir entre un agente y cualquier otro intermediario. El primero cuenta con un título, unos honorarios estipulados y la aplicación de sanciones ante posibles abusos por parte del Colegio correspondiente; el segundo actúa con total libertad en el negocio.
La principal misión de un API es la de servir de intermediario al usuario para cualquier cuestión relacionada con la vivienda. Su misión es la de escuchar, antes de informar, lo que busca el cliente.
Una vez conocidos los pormenores, el agente ofrece su formación y experiencia para proponer sistemas de financiación favorables en una futura operación. Considerando que una casa es uno de los bienes más importantes en cualquier economía familiar. Un API acompaña al cliente hasta la notaría y le ofrece su ayuda para resolver inconvenientes que se puedan producir antes de estampar la firma.
Sin embargo, esta función en apariencia sencilla, no se cumple siempre, porque no todos los que actúan en el sector inmobiliario son especialistas técnicamente formados y preparados.